"Poco necesita el hombre que cayó de la cumbre de sus esperanzas". Esta frase de El médico rural, de Balzac, me produjo, en el momento de leerla, un doble movimiento casi simultáneo. El primero, muy breve, de identificación, o mejor, de un ligero abandono melancólico, en un intento de identificación con la caída a que alude la frase. El segundo movimiento, sano, irónico del primero, me despierta una sonrisa ya conocida, la que me produce, cuando la descubro, esa solemnidad con que a veces reflexiono sobre lo que me pasa. El hombre, la cumbre, las esperanzas, la caída, ¡caramba, qué palabras, qué cosas! Por fin, tras el suspiro y la sonrisa, encuentro el justo medio entre ambos términos, y sé decir lo que la frase ahora me concierne.
Hubo un tiempo en que mi vida consciente era todo esperanza, explícita, lanzada al mundo, proyectada, hecha proyecto, aunque no fuera un único proyecto, sino uno tras otro, cada uno devorado por el siguiente. Esa constelación de esperanzas objetivadas configuraba mi mundo. Supongo que ese mundo tenía su cumbre en alguna parte. ¿Y qué ha ocurrido, que he hecho después? Destilarlas con la experiencia y, sin renunciar a nada -y menos a la total continuidad de lo vivido-, instalar en mi conciencia -en permanente actualización- la esperanza de aquello que me es posible por mí mismo. Podría decir que desde aquella cumbre se me han caído las esperanzas dentro de mí, y se me han hecho así propias, posibles y reales. Y es poco lo que necesito, como dice Balzac, -es cierto- mientras pueda conservarlas. (De Huellas, 1992)