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sábado, 8 de enero de 2022

245. De profesiones y aficiones

"‒¿Lo sabías que pinto? ‒preguntó complacida‒. ¿Quién te lo ha dicho?
 ‒Qué más da, lo he sabido por ahí. 
‒Yo no pinto bien, ni lo pretendo. Soy aficionada solamente se defendió. Eso para el que sea profesional.
Yo le dije que no se debe ser aficionado en ninguna cosa, que si no le parecía la pintura una cosa importante, que no cogiera nunca un pincel."

 Este breve episodio literario, recogido en Entre visillos, de Carmen Martín Gaite, tenía (tiene*) lugar presumiblemente en Salamanca, a orillas del Tormes, cerca del puente de piedra. Lo leí con gusto hace poco, en Navidades, mientras pasábamos unos días agradables paseando por aquella espléndida ciudad.

Pablo (el narrador), un profesor de alemán, de vuelta, por un tiempo, en su ciudad natal, y Elvira, una joven existencial e intelectualmente asfixiada entre aquellos visillos provincianos de posquerra, insinúan, entre leves movimientos a lo Rojo Negro, uno de esos amores difíciles** que tan bien nos contó Italo Calvino. Era fácil, asomándose al puente de piedra, imaginar allí abajo a los dos protagonistas, tumbados sobre la hierba, en sus sutiles, y al final tristes, juegos de desafío y seducción.

Sin embargo, más allá del interés literario y metaliterario de la escena (¿será Salamanca un lugar donde los personajes de las novelas se vuelven reales, o viceversa, como el Augusto de Niebla?), el episodio, quizás metafóricamente autobiográfico (para la autora y para mí), me hizo pensar en uno de mis temas recurrentes. 

Lo profesional y lo amateur (la ciencia y la filosofía, para mí, respectiva y sencillamente). Es posible que se trate solo de una división (¿oposición?) figurada, o convencional, de diferentes categorías sociales para describir una práctica o un hábito personal. Categorías sociales estructuradas alrededor del trabajo. Más allá de eso, que es tan complejo como todo lo socialmente determinado, lo principal, para lo uno y para lo otro, parece ser lo que le aconseja Pablo a Elvira: que si no le parece importante, que no coja el pincel. Que implica lo complementario, esto es, que si le parece importante, que no deje de hacerlo. Lo amateur y lo profesional, ellos hablan de amores, en realidad (o también), de todos los tipos, y de las decisiones que llevan consigo.


* A este respecto, el de la intemporalidad de lo escrito, viene a cuento un texto de Elena Fortún con el que Martín Gaite abre su Caperucita en Manhattan: "(...) lo que ha pasado no está escrito en ninguna parte y al fin se olvida. En cambio, lo que está escrito es como si hubiera pasado siempre."

** "Amores cobardes", los llamó (llama) Silvio Rodríguez en Óleo de una mujer con sombrero, si es que se trata ahí de lo mismo.



jueves, 31 de agosto de 2017

5. Estilo



No es que me haya tomado nunca verdaderamente en serio esto de escribir, no; al menos desde el punto de vista técnico (leo las agudas consideraciones de Lampedusa sobre Stendhal, y me tengo que perdonar la audacia de recordarlo en este momento); pero aun para estos breves párrafos noto unas dificultades que sin duda me descalifican hasta para intentarlo. Son dificultades a veces conscientes, voluntarias, no sé, a lo mejor hasta son manías. Por ejemplo, hay cosas que, pudiendo ser contadas y pudiendo serme útiles en estos apuntes rápidos, no quiero contar. Esto quizás es aún un poco normal. Pero además hay expresiones que leo, oigo, y me pueden parecer oportunas en muchos casos, y que me siento incapaz de utilizar. Sobre todo porque no quiero. Hay muchísimas palabras, que ya me he acostumbrado a reconocer en mis lecturas, que jamás podría utilizar. Es el resultado de muchas decisiones minúsculas ya tomadas, quién sabe con qué criterio. Pero es así. Me siento cómodo con lo que puedo decir, con lo que quiero decir; con unas palabras que, no siendo pocas, no son todas las posibles. Comodidad; decía dificultad. No, ciertamente no hay tal dificultad, si no es para rebasar la línea de sombra que lleva al artificio, a lo forzado. No importa estar en el límite si se está por dentro. (De Huellas, 1990)

Sigo suscribiendo este texto. En todo este tiempo, no he tenido otra aspiración consciente que aprender a ajustar la sintaxis al pensamiento. Las palabras, con nuestra carga personal de filias y fobias, vienen solas. No he pretendido nunca, creo, producir belleza, sino solo memoria, elementos más o menos primarios para el recuerdo. (2016)

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No tengo que preocuparme tanto de la manera de escribir. Basta con que se entienda lo que uno quiere decir, lo que dice. Escribir como se habla (Sartre), empleando las palabras con que uno piensa (Valéry), con palabras vividas (Guillén), todo eso en mi caso ya ocurre por el hecho de ponerme a escribir. El pensamiento debe estar puesto en el pensamiento, en la idea y en el objeto. Escribir correctamente para que se entienda, para entenderme yo, sin buscar efectos ni sombras. Para expresar, mucho más que para que se lea. (De Huellas, 1993)