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sábado, 20 de abril de 2024

361. Atapuerca

Hace unos días todas las personas contratadas en mi centro de trabajo (un organismo público de investigación, por decirlo con su denominación taxonómica oficial) pasamos dos días estupendos de convivencia (así suele decirse, al parecer) visitando en Burgos el Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CNIEH), el Museo de la Evolución Humana y los yacimientos (no todos) de Atapuerca. También visitamos el Centro de Arqueología Experimental de Atapuerca, no lejos de los yacimientos, y en cada lugar nos acompañó un/una guía altamente competente que nos ayudó a aprovechar al máximo la visita. Todo aquello impresiona, sin duda, y no esperaba otra cosa, pero en mi caso hubo algo más, algo de lo que me di cuenta, realmente, cuando se lo dije a Emiliano Bruner, un investigador del CNIEH que colabora con nosotros. 

Si hago un repaso rápido, puedo recordar que he estado, a lo largo de muchos años, en lugares donde he experimentado (aunque ahora lo recuerde de un modo más o menos vívido) una emoción especial por estar allí. Así, recordando de modo más bien caótico, puedo decir: la tumba de Marx, Stonehenge, algunas salas del Museo Británico, ciertos lugares del Louvre y del Musée D'Orsay, la Plaza de la Revolución de la Habana, la casa de Darwin en Kent, y la tumba de Machado en Collioure. Sin embargo, como le dije a Emiliano, cuando me preguntó qué me había parecido todo, creo que pocas veces había tenido la impresión de estar ante algo tan importante, como cuando me encontré ante los restos fósiles de Homo del Museo y en los yacimientos donde se habían encontrado. Algo importante, significativo, esencial, algo en cuyo sentido conviene reflexionar de vez en cuando.