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sábado, 3 de febrero de 2018

10. Aristóteles y los seres vivos (primer encuentro)



Acostumbramos a pensar que las ideas y las cosas que manejan los científicos actuales pertenecen a un ámbito íntimo y secreto de la naturaleza y del quehacer humano, algo reservado a unos pocos que -no sabemos bien por qué- disponen de las claves para descifrar esos hechos semiocultos. Pero es  importante darse cuenta de que, si hay algo realmente privativo de la praxis del científico, es aquello que está irreductiblemente incorporado a él mismo como familiaridad con su ámbito especializado de estudio, eso que he llamado “complejo técnica-objeto”, esto es, ese mismo ámbito de cosas considerado desde un reducido grupo de técnicas, y solo desde él. Es este elemento cuantitativo, cuantificador, el que constituye y da forma al objeto en cuanto tal y se hace inseparable de él, consustancial a él. Es, por decir así, el correlato científico del fenómeno. Ahora bien, ¿qué ocurre con las ideas que se aplican a esos “complejos” y, en parte, se desarrollan sobre el análisis y la reflexión en torno a ellos? Tales ideas son las comunes, quiero decir con ello las de todos, o las que en cada época puede conocer y utilizar una persona debidamente informada. Por eso tienen los estudios científicos esa capacidad sorprendente de desbordarse cada cierto tiempo (Galileo, Newton, Darwin, Einstein) e inundar el mundo de las ideas contemporáneas: porque se trata de las mismas ideas, comunes y generales, en suma, de una misma racionalidad.
¿Pero de dónde surge y cómo se desarrolla históricamente algo así como una idea del ser vivo? Hemos de admitir que, en gran medida, es a partir del mundo científico de los “complejos técnica-objeto” de donde surgen y se desarrollan las ideas. Pero también tenemos que admitir ya que las ideas se desarrollan históricamente en términos de sus propias contradicciones y de su modo de racionalidad y, muy principalmente, en términos del conjunto de la praxis humana sobre su realidad material.
Hay, pues, una fuente de desarrollo de las ideas en lo cuantitativo, en el análisis directo (técnico) de los hechos empíricos -en la ciencia, en suma. Y hay otra fuente -quizá solo virtualmente diferente de la anterior- en lo cualitativo, en lo que en cada época se piensa que son las cosas, y en cómo se piensa que son, en su modo propio de ser.
La biología de Aristóteles tiene la notable particularidad -estratégica para este análisis- de que en ella los hechos naturales se analizan con categorías cualitativas y es, en consecuencia, una biología que no deja de ser filosofía. En ningún autor mejor que en Aristóteles podemos aprender lo que hay de filosófico en todo análisis del ser vivo, esto es, su fondo cualitativo, la reflexión subyacente sobre el ser vivo en cuanto modo de ser. No existe todavía el “complejo técnica-objeto”. Lo científico se limita a la mera observación y no se despega aún, por ello, de la reflexión filosófica. En Aristóteles podemos aprender qué es una idea del ser vivo, si es que queremos descubrir qué idea podemos hacernos hoy de los seres vivos por detrás y por encima de la amalgama -por lo demás fecunda y riquísima- de “complejos técnica-objeto” que la biología actual ofrece. (De Huellas, 1992)
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Creo que hoy sé algo más, y puede que en esto me deje llevar en cierto modo por el análisis “genético” que W. Jaeger (*) hizo de la filosofía aristotélica. Es posible que los tratados aristotélicos representen, entre otras muchas cosas, ese primer punto de escisión, de divergencia, en Occidente, entre la reflexión filosófica y la investigación científica (istoría) de los seres vivos; si intentamos decirlo en los propios términos aristotélicos (¿y también heideggerianos?), entre los seres vivos en cuanto modo de ser, y en cuanto entes o entidades de una determinada clase o género de la realidad. (2018)

(*) Para W. Jaeger (Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual) esta escisión (o evolución) se habría producido entre lo que considera como el primer Aristóteles, cuasi platónico y puramente metafísico (en sus problemas fundamentales) y el último, entregado al estudio de la naturaleza, y de la historia del hombre y sus instituciones. [Muchos autores posteriores han rechazado este abordaje y sus conclusiones, entre ellos I. Düring (Aristóteles): "Esta construcción de su desarrollo es, a mi parecer, falsa".]




sábado, 7 de octubre de 2017

8. Einstein y el cerebro


Hace unos cuantos años, con motivo del centenario del annus mirabilis de Einstein (1905), organicé algunas actividades de divulgación para recordar su figura como paradigma actual de la inteligencia humana. Tomé como hilo conductor las peripecias de su cerebro, desde que fue extraído en 1955 durante la autopsia del físico por el patólogo del hospital de Princeton, Thomas S. Harvey, hasta que fue descubierto en 1978 por un periodista del New Jersey Monthly. Durante esos años Harvey había viajado por el país con el cerebro de Einstein, como con un tesoro, al tiempo que veía cómo se arruinaba su vida profesional. Se trata de una historia llena de sugerencias y evocaciones para alguien que se dedica a la donación de tejido cerebral para investigación.

Leí mucho entonces sobre la vida de Einstein, donde descubrí alguna sombra, y sobre su obra, e hice un serio esfuerzo, y no era la primera vez, por entender bien sus principales aportaciones teóricas, y también la teoría de la relatividad. Algo conseguí a ese respecto, y desde entonces creo tener una idea más completa de ese hombre de capacidades cognitivas prodigiosas, humanamente lúcido y pacifista -esto último también con alguna sombra. 

De todo lo que leí entonces recuerdo con frecuencia, y especialmente en estos últimos días de "ruido y furia", aquella frase antimilitarista de Einstein: "Si hay alguien que pueda desfilar con placer al compás de la música, al punto lo detesto sin más; el cerebro lo ha recibido solo por error, pues con la médula espinal le habría bastado."(*)


(*) Carl Seelig. Albert Einstein. Ed. Espasa Calpe, Madrid, 2005; pág. 40.