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domingo, 29 de diciembre de 2024

395. Hesse, entre unos versos portugueses y una novela irlandesa

Como si de una prueba del juego de los abalorios (en la novela homónima de Hesse [§21]) se tratara, como si  hubiera estado yo oficiando, en esta última siesta dominical, entre somnolencias, de magister ludi, la contingencia de la lectura (algo de poesía, algo de novela) creó una conexión (tan improbable como inevitable*) entre unos versos de Ana Luísa Amaral y el curso de la narración en la novela de Edna O'Brien que me puse a leer a continuación. Aquí los versos (del poema Perguntas, incluido en el poemario What's in a name**):

"(...)
os minúsculos gestos de que a vida é feita
quando a guerra é ausente
(...)"

 Qué hay en un nombre, qué hay en un verso, qué va de un verso a otro. Edna O'Brien, con una mezcla de ligereza y profundidad que me recuerdan a Carmen Martín Gaite, nos hace con-vivir en Las chicas de campo con las protagonistas, en una inmersión profunda que me recuerda a Hardy y a Conrad. Cuando de verdad nos importa lo que allí ocurre, como suele decir Carlos Boyero, hay arte; hay, en el sentido de Merleau-Ponty, carne. Vidas agridulces, adolescentes, llenas de minúsculos gestos, felices o tristes, de miedo o de esperanza; vidas que se dan la vuelta, como el viento, cuando llega, de repente, con toda su crueldad, la pérdida, la guerra.


** Algo así como lo que dicen los versos de Bien Sur, de Kevin Johansen: "Te lo voy a decir en francés / así, sur la table / lo nuestro no es imposible, solo es inevitable."

* Para complicar el juego de Hesse, la autora nos recuerda la referencia del título al verso de Shakespeare (Romeo y Julieta, Acto II, Escena 2: "What's in a name? that which we call a rose / By any other name would smell as sweet;"



sábado, 8 de enero de 2022

245. De profesiones y aficiones

"‒¿Lo sabías que pinto? ‒preguntó complacida‒. ¿Quién te lo ha dicho?
 ‒Qué más da, lo he sabido por ahí. 
‒Yo no pinto bien, ni lo pretendo. Soy aficionada solamente se defendió. Eso para el que sea profesional.
Yo le dije que no se debe ser aficionado en ninguna cosa, que si no le parecía la pintura una cosa importante, que no cogiera nunca un pincel."

 Este breve episodio literario, recogido en Entre visillos, de Carmen Martín Gaite, tenía (tiene*) lugar presumiblemente en Salamanca, a orillas del Tormes, cerca del puente de piedra. Lo leí con gusto hace poco, en Navidades, mientras pasábamos unos días agradables paseando por aquella espléndida ciudad.

Pablo (el narrador), un profesor de alemán, de vuelta, por un tiempo, en su ciudad natal, y Elvira, una joven existencial e intelectualmente asfixiada entre aquellos visillos provincianos de posquerra, insinúan, entre leves movimientos a lo Rojo Negro, uno de esos amores difíciles** que tan bien nos contó Italo Calvino. Era fácil, asomándose al puente de piedra, imaginar allí abajo a los dos protagonistas, tumbados sobre la hierba, en sus sutiles, y al final tristes, juegos de desafío y seducción.

Sin embargo, más allá del interés literario y metaliterario de la escena (¿será Salamanca un lugar donde los personajes de las novelas se vuelven reales, o viceversa, como el Augusto de Niebla?), el episodio, quizás metafóricamente autobiográfico (para la autora y para mí), me hizo pensar en uno de mis temas recurrentes. 

Lo profesional y lo amateur (la ciencia y la filosofía, para mí, respectiva y sencillamente). Es posible que se trate solo de una división (¿oposición?) figurada, o convencional, de diferentes categorías sociales para describir una práctica o un hábito personal. Categorías sociales estructuradas alrededor del trabajo. Más allá de eso, que es tan complejo como todo lo socialmente determinado, lo principal, para lo uno y para lo otro, parece ser lo que le aconseja Pablo a Elvira: que si no le parece importante, que no coja el pincel. Que implica lo complementario, esto es, que si le parece importante, que no deje de hacerlo. Lo amateur y lo profesional, ellos hablan de amores, en realidad (o también), de todos los tipos, y de las decisiones que llevan consigo.


* A este respecto, el de la intemporalidad de lo escrito, viene a cuento un texto de Elena Fortún con el que Martín Gaite abre su Caperucita en Manhattan: "(...) lo que ha pasado no está escrito en ninguna parte y al fin se olvida. En cambio, lo que está escrito es como si hubiera pasado siempre."

** "Amores cobardes", los llamó (llama) Silvio Rodríguez en Óleo de una mujer con sombrero, si es que se trata ahí de lo mismo.