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viernes, 28 de diciembre de 2018

28. Nulla dies sine linea


Nulla dies sine linea*, de nuevo. He vuelto a mi vida de siempre, a mi camino y mi tiempo, a mi propia duración, a mis esperanzas de antes; y, en cierto modo, a mi juventud y adolescencia.

Como un registro de la vida que dura, no que pasa, sino que perdura, idéntica (con la identidad de un yo que no envejece), sostenida sobre sí misma.

Hasta ahora solo he escrito estas mínimas notas cuando el curso de mi pensamiento me ha llevado a ello, generalmente para registrar un instante, una percepción o una idea. Ahora, a mis 50 ya, pienso en proponerme escribir algo cada día (Nulla dies…), como apunte de cualquier cosa que se me haya ocurrido pensar. Siempre hay un momento de sosiego y reflexión al final del día para ello. Debe haberlo. Sin agotar la reflexión, porque no habría tiempo para eso. Sin mucha coherencia ni estilo. Escribir como se piensa, como se habla.

Como si se tratara de una promesa, un castigo, o un tratamiento, como cualquier cosa que no se debe dejar de hacer. (De Huellas, 2010)

 (*) El dicho latino no hace referencia a la escritura, sino a la pintura. Sin embargo, la frase se ha aplicado con frecuencia a los escritores, y aun parece que era un lema favorito de Beethoven.
 
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En un lado de la balanza está el nulla dies sine linea, y eso está bien. Pero mejor sería compensar con un contrapeso que dijera algo así como “ni una palabra de más”. Tan importante lo uno como lo otro. (De Huellas, 2010)


viernes, 10 de noviembre de 2017

9. Música y pensamiento



La música es perfecta cuando, escuchada, deja de sentirse para convertirse en pensamiento. Algo parecido le ocurre al pensamiento con respecto a la realidad cuando se hace claro y ligero y nos libera del tremendo peso de querer entender, entendiendo.
Shostakóvich, Op. 57. Intermezzo, cuarto movimiento. Esa tensión mantenida y modulada de los violines sobre el ritmo constante que marca el piano representa a la vez un pensamiento y un sentimiento, de modo que es lo mismo oírla que pensarla. (Huellas, 1992)

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Sí, ciertamente, he sido y soy todavía capaz de conmoverme profundamente con la gran música, de un modo que otras formas artísticas pocas veces alcanzan, llevando nuestra capacidad emocional, aparentemente, más allá de nosotros mismos, o al menos de nuestro horizonte cotidiano. El Andante del Concierto para piano Nº 2 de Brahms, o el Benedictus dei de la Missa Solemnis de Beethoven (por poner un par ejemplos que llevo especialmente conmigo desde hace muchos años) siguen teniendo ese intenso efecto luminoso sobre mí. "Siempre la claridad viene del cielo" (Claudio Rodríguez). De esa claridad hablo. Sin embargo (entiéndase aquí solo un matiz, un giro, una inclinación, más que un "pero"), han sido sobre todo las canciones de Bob Dylan, Leonard Cohen, Dire Straits, Aztec Camera o Billy Joel (entre otros muchos) las que le han devuelto, alegre o melancólicamente, el sentido, al menos durante unos instantes, a muchas horas oscuras de mi vida. (Huellas, 2018)

Y no exagero, que podría parecer, habría que añadir. (2019)

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"Para que el hilo tenue tan infinitamente se prolongue,
para que solo quede por decir
la total extensión de lo indecible,
para que la libertad se manifieste,
para que andar del otro lado de la muerte sea
semplice e cantabile
y aquí y allí la música nos lleve
al centro, al fuego, al aire,
al agua antenatal que envuelve
la forma indescifrable
de lo que nunca nadie aún ha hecho
nacer en la mañana del mundo."

José Ángel Valente, Arietta, opus 111.

(Segundo movimiento de la Sonata Nº 32 en do menor, de Beethoven, la última que escribió.)