Cuando uno se ocupa de cosas tan distantes (ciencia y filosofía, solo a veces próximas, inesperadamente), conviene no perder el rastro de lo que se ha leído y se ha pensado. De lo que se ha leído, especialmente (lo que se piensa, si es que va a alguna parte, tiene su propio lugar donde seguir madurando).
Después de unas semanas de trabajo intenso, absorbente (como una esponja que hubiera concentrado nuestra atención y todo lo que en un instante sabemos decir sobre algo), me propongo volver sobre los textos que venía trabajando línea a línea, frase a frase, en una estrategia hermenéutica que va trazando lentamente su propio camino.
Hasta aquí lo leído y trabajado (suelo dejar una marca en forma de aspa), lo más reciente es también lo más familiar, no cuesta mucho recordar ahora lo pensado mientras se leía; las páginas anteriores, unas se recuerdan mejor que otras (habría que volver sobre estos párrafos en algún momento...). En realidad, hay un texto no escrito, mi propia lectura anterior, que me permite llegar de nuevo al texto original. Ese texto está marcado, indicado, por lo general mediante líneas, simples o dobles, que subrayan, que señalan párrafos enteros; flechas, signos de interrogación o de exclamación (también de admiración), a veces de distintos colores, huellas de diferentes lecturas. También hay algunas anotaciones, pequeños diálogos gestuales con el texto original, unas breves y otras más discursivas.
Leo, releo, retrocedo, avanzo, me apoyo, me sujeto a mis propias marcas de lectura como si trepara por ellas. Puedo incluso anticipar ya la anotación al margen que vendrá, necesariamente, en la página siguiente (la haría ahora, la hice ya en la lectura anterior).
Una vez di una pequeña (y extraña) charla sobre las anotaciones que hacía mi padre en los márgenes de los libros, los primeros que leí de verdad, de aquella biblioteca inteligente y esencial de mi infancia y adolescencia. Ahí estaban (están) sus huellas de lectura, sobre las que comencé a marcar las mías.