“Nunca se había sentido destinado a la escritura, y antes de
aquel verano aún menos. En el caso de que hubiera un destino, este vendría de
él, de él mismo solo. Tenía que intentar marcarse un destino, y esto, por lo
menos, lo sentía como una pista, como la única pista que había tenido hasta
este momento de su vida; así por lo menos lo sintió ya al despedirse de la
infancia: esta autodeterminación podía, posiblemente, tener lugar mediante la
escritura.”
(Peter
Handke, La noche del Morava*)
Qué tiene la actividad de escribir que la hace tan solemne,
tan personal, tan sagrada, arriesgada y a la vez tan placentera. Escribir,
inscribir, como si estuviéramos a cada momento levantando acta de un hecho
histórico, proclamándolo. Como si las palabras que escribimos fueran nuestras y
solo nuestras, y no de todos. Como si el gesto que queremos dejar salir y dejar
caer sobre el papel como un trazo, como un rastro, fuera la propia vida íntima
y verdadera haciéndose visible y permanente, como las huellas de un animal, las
pisadas de unas gaviotas sobre la playa, las huellas de un dinosaurio. Mejor
escribir por escribir, así, un poco al acaso, por placer, sin responsabilidad
ni destino, y quizás también sin lectores. (De Huellas, 2015)
* Traducción de Eustaquio Barjau, autor, por cierto, de una excelente traducción de Conferencias y artículos, de Martin Heidegger (Ediciones del Serbal, Barcelona, 1994), que incluye una humilde y honesta Advertencia del traductor.