martes, 7 de abril de 2020

147. De senectute

Como nos pasa a todos, seguramente, leo estos días (rápido o despacio, del todo o a medias, como se leen las cosas en estos días de encierro) muchos textos de reflexión rápida sobre las consecuencias de la actual pandemia para nuestro modo de vida. La mayoría de esas reflexiones son tan precipitadas como los hechos que sobrevienen día a día desde hace ya algunas semanas*. Optimismo, pesimismo, proyecciones sobre un aumento del control social y político, muchas veces mezcladas con medidas previsibles y necesarias de protección sanitaria y salud pública a nivel nacional e internacional (cosmopolita). Como escribía recientemente en un foro de filósofos-amigos, vamos a necesitar buena biopolítica, y también tendremos que diferenciar bien (no siempre ocurre) todo lo que se hace para defender la salud (la vida) de lo que tiene otros objetivos. ¿En qué cambiará nuestro modo de vida? ¿Qué puede haber cambiado ya que todavía no hayamos podido apreciar?

Me parece, es posible, que algo haya cambiado ya, al menos en el ámbito sociocultural que tenemos más próximo y que podemos comprender mejor (la Europa del sur, digamos): nuestra mirada hacia la vejez y el envejecimiento, hacia las personas mayores y muy mayores (los oldest-old de la literatura anglosajona). Hablábamos de los débiles, los vulnerables, los olvidados, y eran ellos, ellas**. 


* Lo mismo que este pequeño texto, que no pretende estar fuera, sino dentro de ese maremágnum textual y gestual que nos inunda.

** Hace unos meses me decía un amigo epidemiólogo en un congreso científico que pocas veces en el discurso feminista (o en ciertos discursos, habida cuenta de su multiplicidad) se recoge o se subraya este grupo (inmenso en nuestro ámbito) de mujeres extremadamente frágiles y vulnerables.