Llevo poco más de dos meses viviendo en mi nueva casa, haciéndomela poco a poco cada vez más familiar. O es ella, quizás, la que, con pequeñas indicaciones, sugerencias, se me va haciendo más acogedora cada día. Libros y plantas, luz y temperatura, esos podrían ser los cuatro elementos con los que se va formando esta casa.
El aparcamiento, subterráneo, es cómodo y permite acceder directamente a las viviendas. He recorrido muchas veces en estos dos meses ese corto camino entre el coche y el ascensor cargado con cosas, bolsas, paquetes y cajas de todo tipo (y también con libros y plantas).
En una ocasión, creo que bastante al comienzo de mi mudanza, estaba haciendo la maniobra para aparcar en el espacio correspondiente a mi casa, y dejé el coche parado un momento para descargar una caja o algo grande que no podría haber sacado del coche una vez aparcado. Otro coche, al que le estaba bloqueando el paso, se detuvo entonces delante del mío, y se bajó el conductor, un hombre más o menos joven, que vino caminando hacia mí. Recuerdo bien que en el asiento del acompañante había un chaval que parecía algo asustado.
- ¿Es que piensas que mi tiempo no vale una mierda como para que tenga que esperar a que termines con lo tuyo?
Qué buen recibimiento, pensé, mientras me disculpaba y corría a mover el coche para dejar libre el paso. Quién fuera McEwan para describir con toda su profundidad emocional y vital una situación de violencia gratuita como esta. Eso lo pensé más tarde, y también hice para mí algunas consideraciones más o menos tópicas sobre las circunstancias vitales que pueden llevar a alguien a comportarse así. En fin, solo podía esperar no encontrarme con frecuencia con este peculiar vecino automovilístico (su plaza de garaje está bastante cerca de la mía).
Hoy me lo he vuelto a encontrar. Salía yo de mi coche, ya aparcado, esta vez descargando unas cuantas plantas, y vino caminando hacia mí despacio y con el gesto amable.
- Disculpa, llevo todo este tiempo esperando a encontrarte de nuevo aquí. Quiero disculparme por mi conducta del otro día, fue impresentable, y así me lo hizo saber mi hijo. Lo lamento mucho.
Se ve que necesitaba hacerlo, disculparse, y el tono era totalmente sincero y cordial. Nada hombre, no pasa nada, disculpas recibidas y aceptadas, y además se agradecen; eso le respondí, casi como disculpándome yo por lo mal que lo había pasado él.
Venía pensando estos días atrás en anotar algo que recordaba del reciente discurso de Byung-Chul Han en la entrega del Premio Princesa de Asturias (comentado dos QSY más atrás). Hacia el final de su discurso dice Han, y lo dice de una manera que nos indica que es algo importante para él, que está trabajando últimamente sobre el respeto, y la clara pérdida del respeto esencial entre las personas en esta sociedad nuestra que él ha sabido criticar tan certeramente.
Este vecino mío no me trató con respeto en nuestro primer encuentro, eso parece claro, y sin embargo hoy, cuando nos hemos vuelto a encontrar, se ha ganado, por así decirlo, mi respeto. Y este nuevo respeto mío está mediado por sus disculpas y mi perdón. Es notable esta relación posible entre el respeto y el perdón, o la capacidad de pedir perdón y de perdonar. El per-dón se da, se dona, y estaría bien que Han, que ha escrito sabiamente sobre el don, explorara en profundidad esa relación.