La necesidad de escribir existe. Al menos, para mí -si se
pudiera decir algo así- existe cada vez más. Hay un ritmo del pensamiento y una
forma de estar estructuradas las ideas en la conciencia que sólo se ponen de
manifiesto mediante este acto simple y puro: escribir. Es más, en el acto de
escribir se ejerce con toda su intensidad el compromiso fundamental que le liga
a uno con su propio pensamiento, consigo mismo. ¿Qué puede escribir uno que no
lo viva en el acto mismo de escribirlo? Puedo hablar en voz alta, o sin voz,
conmigo mismo, o estar en silencio, pero lo que digo y lo que callo me
pertenece y me compromete sólo a medias. En cambio, cuando escribo me detengo
cien veces, selecciono, pienso y pienso, para que sólo quede escrito lo
instantáneamente cierto. “¿Qué puedo saber con certeza del mundo? ¿Qué
naturaleza tiene esa certeza?”. Son preguntas que se están formulando una y
otra vez, silenciosamente, cuando escribo, sea cual sea el ámbito al que se
dirija mi atención. Escribo muy lentamente -también muy poco-, pensando, me
interrogo, me busco, quiero escribir aquello que vea claro, en el estado en que
se encuentre, con su sentido propio; y este acto constituye el único método
para decidir -siempre en el último instante, cuando ya la pluma acompaña a la
palabra- qué sé, qué creo, qué puedo decir que considere -con todas mis
fuerzas- verdadero.
Pienso, luego existo; escribo, luego pienso. (De Huellas, 1990)