Noche negra para comenzar un fin de semana. Uno de los congeladores del biobanco (de cerebros), lleno de muestras que ha costado muchos años recoger, se negó a seguir enfriando (-80oC). Eso debió de ocurrir en algún momento de la tarde. Por la noche, cuando avisó el vigilante, ya estaba a -65oC. Fui para allá lo antes que pude y pasé 4 o 5 horas, no sé bien, vigilando la pantallita del congelador y el lento trazo del registro de tempeatura, subiendo muy lentamente, con alguna oscilación, a veces, que me hacía pensar que la cosa, lo que fuera que le estuviera ocurriendo a esa terca máquina, empezaba a resolverse. El motor seguía funcionando, solo había que entender por qué no estaba enfriando. No, a pesar de las frecuentes, pequeñas e imaginarias esperanzas (un breve salto en el registro de temperatura que parecía empezar a descender), al cabo de esas horas la temperatura había subido 4 grados más. Se acabó, "no vale querer", como dice una persona con la que trabajé muy a gusto hace años. Siguiente fase del protocolo: trasladar el contenido del congelador, todo, al espacio libre de los otros arcones. Eso me llevó un par de horas más. El congelador renuente, liberado ya de su contenido, empezó a subir su temperatura rápidamente. Así se despidió de mí después de la noche en blanco que pasamos juntos, con una empinada curva de temperatura corriendo alegremente hacia la descongelación. Bye bye, good night, me voy a descansar un rato.
Esta mañana volví a la sala de congeladores. A pesar de los restos del pequeño caos producido por la transferencia de material, todo estaba en orden, cada congelador zumbando con su pesada carga y a la temperatura adecuada. Al entrar me habían pasado una nota que dejó el vigilante al irse a las 8 de la mañana. El congelador averiado: -33oC. Antes de irme miré la pantalla: -35oC, y una lenta curva, claramente descendente, de temperatura. Eran las 2 de la tarde. Vaya, ahora sí, y me parecío que nos despedimos con una fatigada e irónica sonrisa.
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